En el último momento

Su carácter perfeccionista le había llevado a decidir en su lecho de muerte, qué epitafio le definía mejor. “Busqué la perfección toda la vida”, le parecía una buena opción, pero también podía ser “Busqué la perfección toda mi vida“. Su mujer no quería decirle que en realidad era lo mismo, pues sabía lo importante que era esa decisión para él. Simplemente se mantenía atenta a las que iban a ser sus últimas palabras. “Mi vida“, decía él, “tiene más fuerza, pero la vida puede hacer que todo el que lea la frase se identifique con ella”. Cuando su monólogo cesó, su mujer dio por zanjada la cuestión sin entrar en valoraciones que le parecían totalmente inútiles.
El día del entierro, el éxito del epitafio fue rotundo. Todos alabaron el buen gusto de aquel hombre que desde el lugar donde estuviera los consolaba enviándoles un mensaje de esperanza: “La vida es la peor opción”.


Maneras de vivir

Vive en la calle por decisión propia. Nadie puede obligarle a dormir en una cama con sábanas limpias en lugar de una playa techada de estrellas, y él lo sabe. Sentado en cualquier parte, contempla el ir y venir de la gente que pasa a su lado, observa cómo lo evitan, cómo marcan distancias. Ilusos. Ciegos de prejuicios, son incapaces de ver que es él quien no quiere saber nada de ellos.

Mi vida es una cuestión de tiempo

Siempre he sido muy independiente. Por eso nací antes de lo previsto y pasé un mes alejada de mis padres, en una incubadora. Al final me llevaron a casa, donde reiné en solitario hasta la llegada de mi hermano. Con él estuve siempre en guerra hasta que fui a la Universidad. Le brillaban los ojos cuando me dejaron en el aeropuerto.
Obtuve la licenciatura en los años previstos, pero tardé algunos más en encontrar trabajo fijo. Ahora pierdo tiempo explicando qué es ser archivera. Sí, digo a quien pregunta, hay que estudiar para saber guardar papeles en cajas.
 
 
Este microrrelato participó en el I Concurso de Microrrelatos “Tu vida en 100 palabras”  (Asociación Cultural Guenaxa)

Veteranos

El mañana les espera con las manos vacías, y ellos le sonríen abiertamente. Después de tantos años de penas y glorias por fin han aprendido que sólo son dueños del momento preciso en el que viven. Ya no tienen miedo a nada, ni siquiera a la muerte. Que venga el mañana, si quiere. Ellos no piensan ir a su encuentro.
(Microrrelato escrito para el Concurso ImaginArte Minificciones en Cadena. La frase de inicio debe ser “El mañana les espera con las manos vacías“)

Cambio de planes

Nada más llegar a casa, se afloja la corbata. Por desgracia, no es lo único que lo ahoga. Hace tiempo que trata de disimular el mal estado de su economía, pero cada vez le resulta más difícil. Empezó comparando precios y recortando gastos superfluos, pero ya no es suficiente. Es consciente de que no podrá ir de vacaciones con su mujer y sus hijos, y no sabe cómo decírselo a los niños. Hace tiempo que sueñan con parques de atracciones y copas de helado de tamaños imposibles, y no quiere desilusionarlos. De momento, piensa llevarlos esa misma tarde a jugar a un lugar apartado al que solía ir con su padre, una zona llena de árboles que no está lejos de la ciudad. Luego, ya se verá.
Cuando llegan, los niños no muestran mucho entusiasmo. El mayor, más aventurero que sus dos hermanas, comienza por inspeccionar el terreno. Las niñas se quedan con el padre. Él quiere enseñarles un juego, y para eso les pide que busquen algunas piedras. Como ésta, les dice, mostrándoles un pequeño canto entre sus dedos. Las niñas se miran. No entienden qué diversión puede haber en eso, pero no quieren decepcionar al padre. Al cabo de unos minutos tienen ya suficientes piedras. El niño se ha unido a sus hermanas, y ahora los tres escuchan atentos al padre. Es sencillo, les dice, pero se necesita rapidez. Con una sola mano, lanzamos una de las piedras al aire y la recogemos, pero el tiempo que tarda en caer, debemos coger una de las que están en el suelo. El padre abre la mano orgulloso, mostrándoles las dos piedras. El juego se va complicando, continúa, pues ahora son dos las piedras que tenemos que lanzar al aire, y además coger una tercera. Los niños miran atónitos cómo el padre consigue atesorar tres pequeñas piedras en su mano, luego cuatro, cinco… ¿Quieren probar? Les pregunta. Ellos practican, pero les resulta difícil. Aún así, lo siguen intentando. Y así, entre risas y juegos, pasan la tarde. Es posible escucharlos desde la carretera.
Cuando regresan al coche, ya es casi de noche. El padre los observa por el retrovisor mientras recuerdan los momentos más divertidos. Papá, tenemos que repetirlo, dice una de las niñas. Claro que sí, le responde, de eso precisamente quería hablarles…
(Relato escrito para la reunión de relatos sobre crisis del blog de Anónima Mente: diariodeanonimamente.blogspot.com)

Tejidos

De todos los colores entre los que puede elegir, la niña escoge un pequeño ovillo malva claro. Su madre le deja una de sus agujas y la sienta junto a ella. En realidad, la niña no sabe tejer, pero se entretiene enredando el hilo en la aguja bajo la supervisión atenta de su madre. La pequeña trata de imitarla, mientras la madre teje algo que aún no tiene forma, pero que ya posee infinidad de colores: el naranja luminoso de los días más felices, el gris pálido de aquéllos en los que no está para nadie, el azul celeste de cuando se siente feliz con ella misma, el verde botella de los momentos en los que sólo busca esperanza…

La niña lleva un rato observándola. Con paciencia, desenreda todo el hilo de su aguja y se lo ofrece a su madre: Quiere que el malva claro forme parte del tejido. La mujer sonríe y abraza a la pequeña. Acepta su sugerencia, aunque sabe que es innecesaria: La niña es un hermoso hilo dorado con el que teje desde hace tiempo.

(Para Johanna Rosbeck: Gracias por tu hilo. Espero que encuentres los colores más maravillosos)

Retorno

Todos los días repetimos la misma escena. Sentada a tu lado, sosteniendo un plato de comida triturada en una mano y un cubierto en la otra, te suplico que comas. Sé que me oyes, aunque no hay signos de ello en tu mirada perdida, y a veces tengo la sensación de que no me conoces. Trato de convencerte de que abras la boca, pero aprietas los labios y haces de cada bocado una lucha.
Mientras tanto, continúo mirándote a los ojos y trato de encontrar en ellos a aquella mujer que dio a luz a una niña prematura. No sé si lo recuerdas, pero durante un mes fuiste todos los días al hospital para darme de comer. Puedo imaginar los nervios que tendrías al alimentar un cuerpo tan pequeño, tu preocupación por mantenerme viva.
Y después de tantos años, soy yo la que intenta que comas, pero te niegas a hacerlo. Veo cómo tu cuerpo mengua y se hace cada vez más frágil, reducido a piel y huesos. Y ojos. Unos ojos que parecen ver algo que yo aún no entiendo.
Relato publicado en La Esfera Cultural.

Momento único

Pedro, el oculista, ha salido corriendo. Atónitos, sus pacientes lo ven alejarse por el pasillo. No logran entenderlo. Es más, nunca han presenciado algo así.
Pedro sigue corriendo, y a su paso va dejando la misma expresión de asombro en todo aquél que lo ve atravesar el hospital. La mayoría lo identifica como el doctor Ruipérez, el conocido oftalmólogo, pero en ese momento es sólo un hombre que corre para llegar a tiempo. Y parece que va a conseguirlo. Al fondo, ve una enfermera que le sonríe. Cuando llega a su lado, está sin aliento. Llegas tarde, le dice ella. Tu mujer ha tenido un niño.

(Relato escrito para el concurso Relatos en Cadena: escueladeescritores.com/concurso-cadena-ser. El comienzo debía ser “Pedro, el oculista, ha salido corriendo“)