Tempus fugit

   En las ciudades la vida pasa muy deprisa. Los días duran menos y lo ocurrido hace muchos años parece que sucedió ayer. Los ancianos son solo niños que se precipitaron en el tiempo, y los bebés se hacen mayores con cada pestañeo de sus padres. El amor se abandona a medio consumir y se repone por otro. Los libros breves se dejan a la mitad y los extensos, ni se abren. Los escritores ya no sienten la necesidad de

¿Y por qué?

   A pesar de todos los años acumulados, no había dejado de ser como un niño en la edad de las preguntas. Algunas de sus cuestiones obtenían una repuesta; otras carecían de ella o no podían ser resueltas por cualquier interlocutor. Pero un día encontró la horma de su zapato, el ying que equilibraría su insistente yang. En esa ocasión se enfrentó a la más simple y compleja de las réplicas: ¿y por qué no?  

El color de la vida

     De pequeña la vistieron de rosa y le contaron que los príncipes eran azules. Le enseñaron las tareas de la casa y a sentarse como una señorita. Su abuela la felicitaba cuando recogía la casa como una mujer, mientras sus hermanos veían la televisión o se entretenían jugando. Cuando pasaron los años, empezaron las preguntas incómodas, que son todas las que empiezan con ya: ¿ya tienes novio? ¿Ya tienes hijos? ¿Ya…? Parecía que llegaba tarde a todos lados. Pero esa época también pasó, y ella misma fue aprendiendo que los príncipes no eran tales, que eran solo personas como ella, que los hijos quizás no llegarían, que no se le daba bien cocinar y que el color que mejor le sentaba era el verde. Y cuando creía saber quién era, la sociedad le exigió más. Le dijo que podía viajar sola sin sentir miedo, que su cuerpo le pertenecía únicamente a ella, que el sexo esporádico era una opción como otra cualquiera, que podía trabajar en tareas consideradas para hombres si así lo deseaba. Ella, que había sido solo una niña vestida de rosa, tenía ahora carta blanca, pero no sabía utilizarla. 

Desfase

   Sin saber cómo, perdió un minuto en la ducha. En lugar de 07:10, en su reloj se leía 07:11, y esa evidencia le hizo vivir el día como si no fuera suyo. Todas las personas que encontró en la calle no se hubieran cruzado con ella si hubiera salido a la hora prevista. Las conversaciones, las miradas, los momentos… Nada de eso le hubiera pertenecido. Recorrió el día como si fuera otra persona, y en ese deambular expectante descubrió que esa vida era mucho más interesante que la suya.

Enrique

   Enrique viene y se va, ahora está y luego no. En medio, una llamada de teléfono. Alguien le avisa de que ha ocurrido algo, cualquier cosa: un incendio, un accidente de tráfico, un derrumbamiento. Y Enrique debe irse, porque normalmente hay vidas en peligro. Muchas veces todo termina bien; otras, no. Pero ésas son las reglas del juego, porque las almas, como Enrique, vienen y se van.

Encuentro

   Cruzaba las calles sin mirar porque a su edad, ya no le tenía miedo ni a la muerte ni a la vida. Avanzaba con paso firme sin girar la cabeza cuando oía las bocinas de los coches y los gritos de los conductores, porque no le importaba morir. Hasta que un día, contra todo pronóstico, se cruzó con un conductor kamikaze al que no le importaba matar.